miércoles, 9 de agosto de 2017

Con la vara que midas serás medido.

Resulta que he fallado bastante.
Y cada vez peor.
¿Cuánto tiene que equivocarse el hombre,
para que sea suficiente?
Un día la muerte nos cubre con su ala de cuervo,
y los errores cesan.
¿O no?
Estos días he pensado mucho en la muerte,
y la vejez,
y las decisiones que te van atrapando en una madeja
imposible.
Y tengo la soberbia inexplicable
de creer que he descubierto algún secreto.
Pero veo los rostros de los demás,
y noto que todos creen saber algo,
creen poseer
algún extraño y profundo conocimiento
que los hace especiales.
Me hace gracia.
Somos ciegos,
todos somos ciegos.
Caminando por un terreno pedregoso.
Y cuando escuchamos caer a alguno.
Pretendemos levantarlo,
aunque quizás en el intento le quebremos un brazo,
o una pierna,
y lo dejemos inútil.
O nos reimos de él,
sin saber que más adelante
nosotros, sí, nosotros,
podríamos tener algún obstáculo
que nos parta la madre.
Y sin embargo ahí está el consejo no pedido,
la crítica desmedida,
la burla, el escarnio,
y en el fuero interno
esa mezquina satisfacción
de saber que el otro ha errado.
No es necesario.
Quiero pensar que todo se paga.
En algún momento, de algún modo.
Y juzgar y castigar no tendríamos que hacerlo.
Salvo que sea nuestro trabajo.
Me doy hueva cuando me pongo tan densa.
Tomó café.
Afuera en la calle,
el sol brilla para todos.